De quienes sean

Abro los ojos, un rayito de sol llega desde la ventana a mi cama. Apago la alarma, se escucha de fondo la radio que anuncia lluvia para la tarde. La tía entra a mi cuarto en deshabillé rosa, trae una bandeja con un café con leche y tres tostadas. Entredormido y tapado hasta el cuello, como si el invierno hubiera llegado esta mañana, me tomo el desayuno. Con el corazón que no para de latirme, me levanto. Un nudo en el estómago, me rasco las cascaritas de la mano de cuando me caí de la bicicleta hace unos días. Ya no arden. Me visto, voy al baño, me lavo los dientes. Me detengo frente al espejo y me pregunto para qué todo esto. Por qué a mí. Vuelvo a mi habitación, y recorro con la mirada mi biblioteca, en el primer estante están, llenos, los perfumes que mamá me regaló durante años para Navidad,  sigue ahí el peluche de Ana, un par de libros polvorientos. Agarro la caja celeste, me siento en la cama y la abro. El mazo de cartas, las payanas, la pistolita de agua, soldaditos de plástico. Guardo todo en el bolso, los soldaditos no.
Desde la cocina, la tía grita que me apure, en diez minutos pasan a buscarme y tengo que empezar bien. No los puedo hacer esperar. Busco mi documento. Me imagino tumbado, desmayado o muerto entre arbustos, con la ropa y la cara sucia, cubierto de sangre. Un milico me mueve con el pie, quiere chequear si estoy vivo y busca mi identificación. ¿Se tomarán el tiempo de hacer algo con los caídos, de registrarlos, o los dejarán tirados a la intemperie?
Suena el timbre y me sobresalto. Aparece por la puerta de mi cuarto la tía, con los ojos llenos de lágrimas. El abrazo que parece infinito se interrumpe por timbre.

Pasan cuatro, cinco, tal vez diez días. Ya no tengo cascaritas en la mano, me duele la pierna por una herida de bala, parece agua helada que penetra. La quietud me congela. Valentín se encarga de desinfectarme por la noche y enreda sus pies en los míos cuando nos vamos a dormir.  A veces, con el calor de los cuerpos, logramos dormir.
Por la noche se puede respirar un rato, el aire deja de cortarse de manera tajante, para darnos un poco de descanso. Una pausa donde aparece la angustia. Donde los cuerpos se quejan. Las payanas y El principito se vuelven el plato fuerte. Pero el frío se profundiza, se hace insoportable. Con el primer rayo de sol el peligro y el miedo atacan, la muerte es una constante que amenaza. La falta de recursos es nuestra única arma.

Pasa el tiempo y Valentín deja de volver al refugio. Ver a mis compañeros heridos que regresan a nuestra madriguera empieza a ser la opción más esperanzadora. Aunque ya no hay chocolates a escondidas, historias de familias, ni quiero vale cuatro: no sólo Valentín, tampoco José, Esteban, Marcelo, Francisco gritan de dolor, ni deliran de fiebre. Ellos ya no están.
Quizás hubiera sido mejor no haberlos conocido en su intimidad, ni saber sus nombres. Quizás así no me preguntaría, por cada compañero que no vuelve, si las ganas de estar en guerra son o no son argentinas. 

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