Aparece en mi ciudad un martes a la tarde, cuando el verano está por comenzar. En
un bar, toma un café y el sol le pega a través de un ventanal enorme. Con los
codos en la mesa lee, no llego a ver el título, el autor es Halperín Donghi,
historiador que alguna vez leí en la facultad. Usa anteojos de pasta negros, el
pelo prolijo, la barba de un día.
Viene el mozo, le pido un cortado igual al que toma él. Tiene la piel muy blanca, la nariz chica, pestañas largas. Cada vez que pasa las páginas del libro, sus dedos largos y finos se mueven con la delicadeza y precisión de un pianista.
El hombre con un gesto pide otro café. Me ve, se detiene, me sonríe. Sonrío. Acalorada me hundo en mi celular, ninguna notificación. Desde su lugar, cierra el libro, señala mi mesa.
-¿Esperás a alguien?
-No.
-¿Puedo?
El hombre se sienta conmigo.
-Manuel, un gusto.
Quiero echar azúcar en mi pocillo y la desparramo por todos lados. Él intenta ayudarme a limpiar pero vuelca mi taza. El café cae sobre su pantalón.
-Natürlich, dirían en Alemania- dice y me cuenta que está en Buenos Aires por poco tiempo.
Viene el mozo, le pido un cortado igual al que toma él. Tiene la piel muy blanca, la nariz chica, pestañas largas. Cada vez que pasa las páginas del libro, sus dedos largos y finos se mueven con la delicadeza y precisión de un pianista.
El hombre con un gesto pide otro café. Me ve, se detiene, me sonríe. Sonrío. Acalorada me hundo en mi celular, ninguna notificación. Desde su lugar, cierra el libro, señala mi mesa.
-¿Esperás a alguien?
-No.
-¿Puedo?
El hombre se sienta conmigo.
-Manuel, un gusto.
Quiero echar azúcar en mi pocillo y la desparramo por todos lados. Él intenta ayudarme a limpiar pero vuelca mi taza. El café cae sobre su pantalón.
-Natürlich, dirían en Alemania- dice y me cuenta que está en Buenos Aires por poco tiempo.
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