Obra de arte

Hasta donde yo sabía, sólo hacía murales. Pero no: puedo decir que tuve un Rivera original en mis manos. Fue un domingo caluroso en Vicente López, en un container vi un cuadro que llamó mucho mi atención.
Lo apoyé en la vereda para inspeccionarlo. Tenía polvo, el marco estaba apolillado, ¿una pintura de tanta envergadura tirada a la basura? ¿cómo habría llegado ahí, quién era su dueño? ¿lo habría tirado por error?  Después de un rato de mirar en detalle los colores, las gamas, la composición de la imagen, el sentido y el significado de la pintura, creo que el Rivera original empezó a gustarme. En el transcurso de ese rato, varias personas pasaron al lado mío sin acotar ni murmurar nada que demostrara conocimiento del lienzo.
Puse clavos y lo instalé arriba de mi cama. A veces con la luz apagada imaginaba que los personajes salían hacia fuera, se sentaban en mi cama y hablábamos sobre amor, amistad, política, hablábamos sobre lo que habíamos hecho ese día y lo que haríamos mañana, o dentro de seis meses. Otras veces, observaba el cuadro largo y tendido, también acercaba mi mano hasta sentir la aspereza de la pintura en mis dedos,  recorría el cuadro mis brazos y mi cara, lo olía, apoyaba mis labios en las rugosas pinceladas, lo acariciaba con mi pelo.
Pasé varios meses sumergida en mi Rivera original, creyendo que cada una de las veces que lo tocaba sería la última, podría estropearlo.
Con el paso del  tiempo los colores fuertes y vivos de mi Rivera original se apagó, la madera apolillada se partió. Y la obra me conmovía de forma tal  que no podía pensar en venderla, menos en regalarla o donarla. Sabía muy bien que si me deshacía de mi Rivera original podría, por ejemplo, alquilar la casa que deseada hacía tanto, con un living grande y paredes enormes para llenar el hogar de cuadros con los artistas que en verdad me gustan, ponerle los colores que quiera, y llenar el espacio de la aspereza de la seda.
Un  día, al despertar, algo cambió: miré como cada mañana a mi Rivera original, esta vez el trazo, los personajes, los colores ya no eran los mismos. La canasta del “Cargador de flores” se veía gris, ni siquiera los brazos de la mujer ni del hombre tenían fuerza para sostener tanto peso, las flores se habían amarronado. Sentía que si seguía conservando el cuadro, la habitación y la casa entera iban a marchitarse. Con esa certeza, después de varios intentos, descolgué mi Rivera original. Ese día me senté en la cama, acaricié el óleo con mis dedos, lo recorrí con mis labios, respiré profundo. Abracé la obra de arte, y así salí a la calle. La deposité en un container.
 Un rato después, mi Rivera original ya no estaba más. 

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